lunes, 29 de octubre de 2018

¡Yo no soy tonto!

La inteligencia no siempre se pone de manifiesto

He tenido varios clientes que tras el diagnóstico han acabado llorando... pero de alegría, o al menos, de rabia contenida por darse cuenta que lo que los demás pensaban sobre ellos, e incluso lo que ellos pensaban sobre sí mismos -que aún es peor- no es cierto. ¡Que no son tontos!



Muchas personas, derrotadas por el sistema escolar o sobreviviendo a él con gran esfuerzo, han sido etiquetadas de tontas o vagas o con otras lindezas semejantes.
Tomando la sublime definición de Forrest Gump de que un tonto es el que hace tonterías, pocos podríamos escapar a dicha acepción en más o menos momentos de nuestra vida. Sin embargo, si tomamos el calificativo de tonto como un sinónimo coloquial de un déficit intelectual, muy pocos encajarían realmente bajo ese apelativo.

No obstante, se designan de tontos a aquellos niños que tienen problemas escolares, que tienen dificultades para comprender los conceptos o para memorizarlos. Lo cual es falso y, por tanto, el doble de injusto. Porque se les culpa de lo que no son y además se les etiqueta haciéndoles sentir inferiores e incluso culpables.



Pero gracias a la técnica del qEEG, de la que ya he hablado en otros artículos, y que se puede resumir como el análisis matemático de un encefalograma para describir las frecuencias de disparo de las neuronas en cada zona de la corteza cerebral, podemos descubrir las causas que subyacen ante algunos problemas de rendimiento escolar.
Una de las más frecuentas es el TDAH, Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad, que frente a lo que su nombre parece indicar no siempre va acompañado de hiperactividad, pero siempre se caracteriza por problemas de atención y, por ende, de comprensión. También he hablado en otros artículos sobre este problema, así que tampoco haré mucho hincapié sobre él, pero me gusta citar la frase de un antiguo cliente, que se trató para TDAH a los 60 años, porque quería afrontar en su jubilación el estudio de una carrera universitaria. Tras el tratamiento comentaba que había sido como si toda su vida hubiera llevado una gasa en el cerebro que no le dejara pensar con claridad, lo mismo que si la hubiera llevado sobre los ojos y no le hubiera dejado ver con nitidez, y que tras el tratamiento había desaparecido, como si se hubieran limpiado unas gafas empañadas.
Otro de los problemas frecuentes es la presencia de síntomas disejecutivos, que provocan que la persona no pueda establecer claramente la relación entre acontecimientos o conceptos y le cueste establecer prioridades sobre los mismos. Las personas afectadas por este problema parecen tener problemas de comprensión y asimilación de conceptos, por su dificultad para estructurarlos en su aprendizaje. Se sobrevalora lo que se sabe, por lo que se estudia menos de lo que se debe. También tienen dificultades para seguir las normas.
También es frecuente la existencia de impulsividad, que suele ir unida a un pobre afrontamiento del estrés. Se toman decisiones precipitadas, tanto en lo intelectual como en lo físico, por lo que son normales las manifestaciones de torpeza. Suelen estar acompañados de miedos diversos que pueden dificultar la adhesión social, o traducirse en un núcleo de amigos muy cerrado.
Hay otras manifestaciones emocionales que pueden desencadenar en déficit académicos, pero no pretendo escribir una artículo exhaustivo sobre el tema, tan solo incidir en que ninguno de estos problemas tienen que ver con la inteligencia y cuando se tratan el niño, o el adulto que los ha padecido toda la vida, puede desarrollar un desempeño cognitivo normal.

Así pues, si tienes, o has tenido toda la vida, dificultades con el estudio, la concentración, la asimilación de conceptos: ¡háztelo mirar! Busca en tu ciudad quien haga diagnósticos por qEEG y seguramente descubrirás que tu problema no es de inteligencia sino que se basa en otros problemas de base cerebral, pero que tienen tratamiento.




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